Clementissime Domine, qui pro nostra miseria ab impiorum manibus mortis supplicium pertulisti: libera animam ejus de inferni voragine, et de ministris tartareis miserator absolve, et cuncta ejus peccata oblivione perpetua dele: eam ad lucem tuam angeli tradant, paradisique januam introducant: ut dum corpusculum pulveri traditur, ad æternitatem perducant.
Traducción
Clementísimo
Señor, que compadecido de nuestra miseria soportaste el suplicio de la muerte
de manos de los impíos, libra su alma de la vorágine del infierno y de los
ministros del tártaro absuélvela misericordioso y borra todos sus pecados con
un olvido eterno; que tus ángeles la lleven a tu luz y la introduzcan por la
puerta del paraíso, para que, al mismo tiempo que su insignificante cuerpo es
entregado a la tierra, la lleven a la eternidad.
Todos, de rodillas y con el
cuerpo inclinado, suplican por tres veces
Señor,
ten piedad de este pecador.
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Esta antífona corresponde a los ritos funerales del ritual cisterciense, propiamente al entierro. También los dominicos y carmelitas tienen una antífona similar. Luego de rezar algunas oraciones, en ella la comunidad monástica eleva los últimos sufragios en favor del difunto.
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Aquí se puede escuchar o descargar esta antífona registrado por los monjes de la Abadía de Citeaux.
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En el Ritual Cisterciense, antes de cantar la antífona Clementissime, se rezan algunas oraciones, entre las que está: "Recibe, Señor, a tu siervo en la feliz morada eterna, y dale el descanso y el Reino, es decir, la Jerusalén celestial; dígnate colocarlo en el seno de tus patriarcas Abrahán, Isaac y Jacob, hazlo partícipe de la primera resurrección y que resucite entre los que han de resucitar; que en el día de la resurrección reciba su cuerpo, junto con los que también han de recibirlo, y que venga a la diestra de Dios Padre con los benditos que han de venir, que posea la vida eterna entre los que la poseen. Por Cristo, nuestro Señor".
El libro "Incienso quemado" concluye con la trilogía del P. Raymond, La saga de Citeaux. La historia relata la fundación del Monasterio Trapense de Getsemaní, ubicado en las colinas de Kentucky.
En el viaje en barco de los fundadores desde Francia a Estados Unidos en 1848, el libro relata que muere un hermano:
Yo y sus
Hermanos lo velaremos durante la noche y lo enterraremos mañana con todo el
ritual cisterciense [...]
En un
féretro abierto, amortajado con blanquísima cogulla, yacía el cuerpo del Frater
Benezet. Un altar de madera se alzaba al final del compartimiento.
Dos
grandes candelabros, ardiendo a la cabecera del féretro, alumbraban sobre la
larga y delgada cruz traída de Melleray por el Padre Eutropio y cargada por él
a través de Tours y por las calles de París. Cabe los candelabros se sentaban
dos monjes leyendo los salmos de David, versículo por versículo.
El prior
le había informado a Caulkins de tales costumbres, pero el piloto no le había
comprendido bien en el sentido de que duraban toda la noche. La ceremonia se
vigilaba tan cuidadosamente como el mejor de los marinos vigila las tormentas a
bordo [...]
En la
mañana el Padre Eutropio se revistió para el ritual cisterciense del entierro.
La comunidad se alineó a cada lado del compartimiento y frente a los dos coros,
cantándose solemnemente para impetrar la misericordia de Dios por el viejo
trapense fallecido. Mucho antes de las nueve de la mañana se le dieron las
últimas aspersiones con agua bendita y el último sahumerio de incienso se
expandió hasta las desnudas vigas del techo [...]
A la una
el piloto descendió por las escalerillas con cuatro marineros que cargaban
cuerdas y algo parecido a unas angarillas. El viento se había aquietado y todos
se mostraban ansiosos de proceder cuanto antes.
– ¿Todo
está dispuesto, Padre? –preguntó el piloto amablemente.
Y al ver
que el sacerdote asentía con un movimiento de cabeza afirmativo, Caulkins dio
órdenes para que alzasen el cadáver del féretro y lo colocasen sobre las
angarillas. El Hermano Antonino estaba llorando cuando el Padre Eutropio dio al
cantor la indicación de entonar el Chorus
Angelorum. El subcantor siguió la entonación con In exitu Israel... y la procesión trapense salió del compartimiento
encabezada por un monje que cargaba la larga cruz de madera.
Los
pasajeros y la tripulación agrupados por la cubierta miraban con curiosidad y
hablaban nerviosamente hasta que la cruz apareció y un gran silencio se
produjo. Finalmente se ataron sacos de arena a los pies del cadáver y entonces
el Padre Eutropio se acercó más y musitó los últimos responsos. Al concluir la
postrera oración todos los monjes de la comunidad se arrodillaron inclinados
para rezar el Domine miserere super peccatore.
Señor, ten piedad de un pecador.
Y todavía
sorteando los ramalazos de la tormenta, se procedió a la última ceremonia. El
Padre Eutropio retrocedió unos pasos para permitir a los marineros que
cumpliesen con su deber.
Y el
cuerpo del viejo monje, hábilmente deslizado de las angarillas y sujetado con
las cuerdas, cayó sobre el agua, produciendo un pequeño y efímero burbujeo. Y
el Brunswick, que había virado para casi detenerse, tomó de nuevo rumbo hacia
el oeste.
El Padre
Eutropio trazó una cruz sobre las aguas. Las lágrimas empapaban sus ojos, pero
se volvió a sus monjes resueltamente y los condujo hacia el compartimiento
entonando los siete salmos penitenciales. Los pasajeros contemplaron la fúnebre
escena hasta que los religiosos desaparecieron de la cubierta y se extinguieron
los últimos ecos de las oraciones. Luego se dirigieron a sus cabinas.
Arriba,
en la timonera, el capitán Thomas movía su pipa entre los labios, sujetándola
con los dientes, y sin volverse hacia su piloto, que ya estaba a su lado, dijo:
–Ahora
comprendo.
– ¿Qué,
señor? –preguntó intrigado el subalterno.
–Lo que
hace tan diferentes a esos hombres.
– ¿Su
silencio y sus cánticos?
–No
precisamente eso: ¡su creencia! Esos hombres creen realmente lo que otros
hombres sólo profesan creer. Creen en el mundo venidero.
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